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EL ENCANTO DEL POZO LA PALMA
Rodrigo José Hernández Buelvas

El Encanto del Pozo “La Palma”.


Corrían los tiempos aquellos cuando en el pueble de Caimito, existía el Seminario Menor del San Jorge, lugar de estudio y meditación, donde el bisoño aspirante a sacerdote retirado del lujurioso mundo carnal, desafiaba con el celibato su insaciable ímpetu de impúber, aspirando resignado las aromáticas fragancias inconfundibles de la inmensa ciénaga. Paraje este henchido de agilísimos peces de diferentes colores y tamaños, de innumerables aves de cantos melodiosos diversos y vistosísimos plumajes brillantes, que tornaban al ambiente en sitio paradisíaco.

La vista se entretenía, por las tardes, viendo hender al firmamento nubarrones de garzas rosadas, seguidas de cantaleteros pisingos que iban, en afanado vuelo, dejando atrás, rezagados, a la parsimoniosa de bandada de patos reales, en sus consabidos viajes de recogida. Amén, de los nervio venados de cuernos ramosos puntiagudos, que desmogan cada año; de las astutas guartinaja con sus cuerpos largos y panchos arrastrando la barriga al suelo por lo gordas, y de los tímidos armadillos de ojos vivaces que en las noches de plenilunio se dedicaban a seguirle el juego a los temibles cocodrilos blancos, que bocarriba, en la arena de la orilla, se las tiraban de muertos, para ver si así podían apresar en sus potentes fauces lacerantes a las incautas criaturas traviesas.

A tales berroches de inocentes cabriolas, se sumaban, adornando el entorno, las titilantes luces de los sigilosos cocuyos alocados y las noctámbulas luciérnagas rutilosas, más los esporádicos reflejos de los abrillantados ojos encendidos de lechuzas playoneras que surcaban los aires en la traicionera oscuridad.

Los moradores del Seminario, se abastecían de agua de un pozo artesiano que los curas habían mandado a cavar y construir, con un brocal de cemento, en las afueras del poblado, ¡más allá de! barrio El Cabrero, a la salida del legendario puerto de “las Guaduas”. Esta aguada lloraba un cristalino y dulce líquido, del cual se rumoraba, que los forasteros esquivaban beberlo y cuando lo hacían agarraban el jarro con la mano izquierda, pues de hacerlo con la derecha podían tenerlo por seguro que se quedaría en el pueblo, y, es más, sólo morirían en paz, los que le hubieren enterrado, en la cola del patio, el ombligo a un hijo o ahijado, naturalmente que en una de las casas del pueblo.
El pozo "La Palma” estaba para los lados del pozo "El Escondido”, propiedad de los Ricardo que dicho sea de paso cuidaban armados con escopetas.
El pozo "La Palma" lo construyeron curas en una de las partes más altas para que así, el preciado líquido llegara por gravedad a la plaza, donde se encontraba la edificación del cenobio.
En cierta ocasión, estando el astro rey en el cenit, produciendo desesperante ardentía, una agraciada niña encantadora, de unos once años no cumplidos, de regular estatura, más bien delgada, color moreno terso, de grácil figura y de pícaros ojos flavos brillantes, como era la costumbre de la época, fue enviada por su progenitora a arrear una lata de agua al “La Palma”. Al llegar, a esas horas, no encontró a ser humano en aquel solitario paraje.

Ella para reposarse, un poco, de aquel fogaje que emanaba su cuerpo, colocó en el suelo su lata vacía y se sentó en el brocal. Su mente la entretuvo, deleitándose con las tiernas melodías que las avecillas ejecutaban encima - del follaje de las erectas palmeras el aguaje. Al poco rato, ya reconfortada, se paró y con las manos alisó contra el cuerpo su pollerita de listicas azules. Agarró el balde que, colocado en el brocal, atado a un extremo de una gruesa pita de manila y arrojándolo al pozo, lo siguió con la vista en su caída.

De pronto, la niña quedó perpleja; su sorpresa fue tal, ya que todo acontecía tan rápido y tan extraño, como si el cubo se hubiera detenido en el tiempo, mientras ella, absorta contemplaba en el fondo del pozo, dentro del transparente líquido, una fantástica ciudad de inmensas construcciones hermosas que recordaban una mezcla de estilos gótico, islámico y bizantino. Distinguía en el centro un majestuoso castillo, donde predominaban las líneas curvas, sus inmensas cúpulas nacaradas, con maravillosas decoraciones de mosaicos en fondo de oro y en piedras preciosas, otras, con revestimiento de fúlgidas gemas, cerámicas exquisitas y cristales de una transparencia que producían destellos de variados colores.

Esas cúpulas llevaban, también, cada una, unos preciosos cupulinos que desafiaban la inmensidad del azuleo celaje. En el castillo resaltaban las grandes columnas, del orden corintio, tallados en mármol, desde su base compuesta con Plinto. Escocia y Bocel, seguidas del fuste de finas estrías y en su capitel se distinguía el astrágalo en forma de aro, sosteniendo las hojas de acanto que remataban en volutas y sobre ellas el ábaco en forma cóncava.

La iluminación del vestíbulo le llegaba de fuentes diferentes, todas ellas indirectas, a través de galerías, canceles y celosías, en las que contrastaban la combinación del estilo islámico con bizantino. Al castillo se llegaba por enormes puentes levadizos de madera y grandes muros formados por piedras calizas yuxtapuestas.

La entrada, con pisos firmes adoquinados. Los pórticos, de sus arcos, estaban revestidos con archivolta lustrados hermosamente.

Llegaba, en esos momentos, al castillo un carruaje tirado por seis briosos corceles blancos, cuyas frentes estaban adornadas con penachos rojos elaborados de manojos de la flor de la cayena. Los caballos al estar frente al portón, emitieron un relincho de y de uno de los corceles se desprendió en instante una flor, la que fue a parar a la fuente que corría debajo del puente. Se abrió el portón y entró el carruaje.

En las afueras del castillo, se apreciaba un enorme parque, concebido como espacio verde, con figuras de animales elaborados artísticamente con los ramajes de las tupidas frondas de los cipreses. Todo esto, contrastaba con un largo muro recubierto con mosaicos de policromía brillante, que, con los rayos del sol, semejaban un sinuoso animal gigantesco eflorescente, atrapado en un mitológico laberinto. No muy distante, al castillo, se erguía una imponente catedral impresionante, por la riqueza extraordinaria de su exterior, cuajado de esculturas erizadas de flechas y pináculos, sobre contrafuertes que sostenían a los arbotantes; con una torre cuadrada que se elevaba en el centro de una larga crujía de varios pisos, cubierta por altísimos tejados bien inclinados. Se distinguían tres pisos coronados por una soberbia galería almenada. En la parte de atrás, una bóveda cilíndrica, con empujes uniformes a lo largo de los muros y equilibrados con la pared, se reforzaban con machetones o pilastras exteriores como puntales. De arriba sobresalían, monstruos agachados condenados a servir de gárgolas para arrojar a lo lejos, por su abierta boca, el agua de las lluvias recogidas en los tejados. Los arcos del claustro, adornado en motivos de tracería con rosas treboladas y polibuladas, que hacía sobresalir el estilo gótico la arquitectura ojival, produciendo un impacto sorprendente a la vista de la inocente criatura.

Al oriente de la ciudad, se distinguía las mezquitas colosales, con vastos recintos de oración sostenidos por columnas que se habrían hacia la parte grande del pórtico. Un gigantesco alminar se erguía en la mezquita, con arabescos en frisos preciosísimos y vegetales. La ornamentación de la mezquita la formaba una tapicería sobre la superficie: follajes en almocárabe, motivos florales y geométricos vistosísimos, estalactitas sobre los techos y salidizos, y la estilización de caracteres cúficos, daba al conjunto una gran riqueza de gusto decorativo, donde las esculturas de madera y marfil contribuía a hermosear el entorno.
El almuédano desde arriba convidaba a los fieles a la oración.
La estructura externa del ábside adornada con basalto verde y girola nacarada, contrarrestaba a lo lejos con el verdor de la arboleda que refrescaba las aguas del manantial donde jugaban desprevenidas las hermosas sirenas inocentes de azules ojos expresivo; de pronto, todas ellas, al unísono, alzaron sus hermosos rostros haciendo que sus cálidas miradas se cruzaran con las de Edilma quien atraída por aquella visión encantadora se encontraba abstraída y extasiada con aquel embrujador paisaje.
Al notar que tan bella criaturita no dejaba de observarlas, ellas, desde el fondo, empezaron a sonreírles e invitarla, haciéndole señas con las manos, para que se sumara a sus encantados juegos. Edilma en vez de lanzarse al abismo, empezó a cobrar la manila apresuradamente y a sacar el balde, lo hizo, justamente, antes de que éste tocara la superficie del agua; al tener afuera el recipiente, lo dejó al lado de su lata, en el brocal, y salió como una ‘veleta movida por fuerte brisa hacia su casa. En menos de lo que canta un gallo llegó donde sus familiares
Ya frente a su madre, acezante y nerviosa contó a los presentes lo que había presenciado en el fondo del pozo. Sus familiares incrédulos volvieron, con ella, al pozo La Palma, pero no alcanzaron a ver nada, diferente a una flor roja que emergió, de pronto, del agua produciendo un haz de concéntricas olas. Al observar nada, todos coincidieron en afirmar que niña había visto su propia imagen reflejada en las aguas tranquilas de la superficie del profundo pozo. Pero la niña al ver la flor, tan parecida a la de la cayena que se le había caído al corcel, quiso cogerla y para ello decidida lanzó el balde al fondo, con tan buen tino que logró llenar el cubo, quedando la hermosa flor dentro del recipiente. Todos la vieron. Entonces Edilma, empezó a tirar de la gruesa pita, salía a flotando la flor roja en el agua del balde que ascendía.
La joven sin quitar la vista de la flor, seguía, atesando y atesando, y viendo la flor dentro del agua, no obstante a que el balde golpeaba contra la pared del pozo, derramando parte del líquido, líquido que al caer al fondo produjo un ruido que se multiplicaba en ecos convirtiéndose en notas melodiosas, que inducía a las aves a trinar con más alegría, hasta que, al fin, pudo la niña, alcanzar, con su derecha, el gancho del balde, pero que raro, la flor, en un espabilar de ojos, desapareció, en presencia de todos, dejándolos confundidos:
-Ave María Purísima, desapareció como por encanto…
Dijeron al mismo tiempo a la vez que se persignaban.
Salieron apresurados hacia la casa, pero los más incrédulos decían no haber visto la flor de la cayena, que solo presenciaron el visaje de alguna sangre toro en lo alto, encima del pozo.

En los días siguientes, como de todas maneras el agua es indispensables e irremplazable, siguieron mandando a Edilma a buscar la lata de agua, pero ahora al pozo “Siete Cueros”.

Por estar este más retirado, Edilma, al poco tiempo decidió continuar buscando el agua en el pozo La Palma; en el segundo viaje le volvió a salir el encanto. Ahora veía la misma ciudad, pero oía en uno de los aposentos a una niña que lloraba angustiada, como si la estuvieren reteniendo contra su voluntad.

Edilma, se dio cuenta que eran pasadas las doce, el sol abrasador daba la impresión de querer quemar a Caimito. A la niña que lloraba por estar retenida por el encanto, ya algunas otras personas, también la habían oído gritar angustiada. Inclusive hubo alguien que dijera que se trataba de una inocente criatura, que, al querer seguirles el juego a las sirenas, aquellas que convidaron a Edilma, habían conseguido engatusar a esa otra niña. Corrían varias versiones algunas inverosímiles, pero lo que sí sabía la gente del pueblo, era que algo pasaba en el pozo La Palma, en el lapso de doce a una de tarde, y por ello ni siquiera el ‘Tripeta el muchacho más travieso del poblado, osaba pasar a esas horas, a menequear para los lados de aquel pozo embrujado para unos y encantado para otros.

Como esto le ocurrió a la niña vanas veces, evitar que la muchacha se encaprichara los familiares dejaron que la madre condujera a la muchacha a casa de la madrina, para que fuera ella y no otro el que la llevara al pozo, y así ver si conseguía apartar todo aquel influjo maléfico recibido por Edilma con las visiones de aquel encanto sinvergüenza.

Efectivamente la niña fue acompañada, a<l pozo La Palma, de su madrina Dora Emilisa. Llegaron antes de las doce, miraron a todos los lados y al fondo de la aguada, y no alcanzaron a ver nada. Entonces la madrina, parando a la muchacha de espalda al pozo; empezó por exorcizar:

Fiat y firmamentum in medio aquearrum et separet aguas ab aquis, quae superius sicut quae inferius, et quae inferius sicut quae superious, ad perpetranda mirasula rei unius. Sol ejus pater est, Luna mater et ventus hanc gestavit in útero cuo, ascendit ad terra ad coelum et rursus a coello in terrar descendit. Exorciso te, creature aquae…”

Lo demás lo dijo entre dientes y muy rápido que no se le distinguió. Continuó reprendiendo a encanto y rezó las oraciones de Santa Helena y el Salmo 91, además de encomendar a su ahijada a San Judas Tadeo, lo que calmó al instante, a Edilma. Pues se observó el cambio al mostrar, ya, la niña mirada brillante, mirada, que antes, poseía triste y apagada. Ya sosegada, la madrina llevó a Edilma a mamá, y todos notaron el cambio, pues la muchacha por ser la hora del almuerzo, degluto, sin rechistar la mazamorra de guineo maduro que le sirvieron, y eso que conste que ella siempre exigía que le regaran el chorrito de leche para poderla comer y en esta ocasión no la habían echado porque la leche se les había cortado sin saberse por qué.

A los pocos días como la niña volvió a recaer con sus malestares visionarios, entonces, el papá la llevó a la iglesia, para que el padre Nicéforo Ortega, la exorcizara y librara del encanto.
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El padre Nicéforo, quien vestía de amplia sotana blanca, hombre delgado, de alta estatura, de sedosos cabellos canosos y de negros ojos apacibles, al ver a Edilma, y escuchar con atención su relato, sobre lo que veía en el fondo del pozo La Palma, entró al templo, fue al altar mayor, cogió la Santa Biblia del atril y con ella en su izquierda y agarrando a Edilma con la derecha, sin decir palabra, los vieron dirigirse a la salida del puerto de Las Guaduas, pasaron por la peluquería de Wenceslao, quien dejó de motilar al señor Muñoz y con tijera en mano desde la puerta de la peluquería, dijo:

-Oiga, don mamerto y ¿para dónde irá el cura, a estas con esa nena?

-Sabrá Dios. Respondió el señor Muñoz.

Al llegar al brocal del pozo, a eso de la una de la tarde, ellos dos solamente, pues el cura le había indicado al papá de Edilma que rio fuera con ellos, sino que lo esperara en la puerta del templo.

El padre Nicéforo, mandó a sentar a la niña en el bordillo de espalda al pozo y comenzó a rezarle los trece santiguos, echándole el humo del incienso en el rostro de la joven, después abrió la Biblia en una página que tenía la punta de la hoja doblada. Con los ojos cerrados, bien concentrado, poniéndole sendos pulgares en los ojos también cerrados de la niña, y en voz alta rezó la oración de Santiago el Mayor, seguida de la lectura de la página abierta de la Santa Biblia. Acto seguido cerró el libro rezó entones tres Credos Gloriados y La Magníficat y por último se la encomendó a San Judas Tadeo abogado de los casos difíciles, para que abogara por ella.

La niña cambió su semblante y desde entonces, más nunca, vio el encanto, ni escuchó nuevamente aquel lamentoso llanto.

Pero lo que, si dijeron en el pueblo, fue que el padre Nicéforo, duró cinco días con sus noches con fuertes dolores de cabeza, las sienes se le querían estallar, además le cayó un frío de perro, y solo se le quitó con unos sahumerios de cogollos del árbol Santacruz que tenía en el patio.
A pesar de que sabían que el encanto no había vuelto salir, la gente procuraba no ir al pozo La Palma a esas horas:
- Por si acaso. ¿Quién sabe?.

Al pasar el tiempo la opinión de la gente se dividió con respecto quien fue la persona que ahuyentó al espanto, unos dicen que fue la madrina de Edilma, y otros que el padre Nicéforo, pero hay otros que afirman que fue Telmo Nereida, pues a éste lo veían de madrugada con un mechoncito que el brocal del pozo, diciendo sus rezos para que el aguaje llorara su azulita agua diamantina y alcanzara para llenar los chócoros de madrugadores. Naturalmente que cuando el día estaba metido en lluvia, su intervención no surgía efecto.

-” El gran misterio de la naturaleza, los pozos llorados, solo lloran los días de sol caliente, en los días de amago de lluvia solo aguan los ojos” Decía el viejo componedor.
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