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El tic-tac del reloj llenaba el cuarto. Jaime apretó las sábanas contra su pecho, sus ojos fijos en el techo. No debía escuchar. Si ignoraba el sonido, si se concentraba lo suficiente en la oscuridad inmóvil, desaparecería. Pero ahí estaba, siempre al acecho, el **susurro**. Apenas un roce de palabras, rasposo como el arrastre de hojas secas.
“Jaime...”
Su cuerpo se tensó. Apretó los párpados, como si con solo cerrar los ojos pudiera detener el sonido. La voz murmuraba bajo la cama, casi como si saliera del polvo acumulado en el suelo.
“Jaime... ven.”
Al principio, mamá le había dicho que era su imaginación, un mal sueño. Le colocó un vaso de agua en la mesa y dejó la luz del pasillo encendida. Pero las noches siguientes, los susurros persistieron. Siempre lo llamaban.

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La voz era diferente ahora. Más clara. Más... cercana.
El colchón crujió cuando Jaime se giró, mirando de reojo el borde de la cama. ¿Qué pasaría si lo veía? Una mano temblorosa emergió de entre las mantas, acercándose lentamente al suelo. Una parte de él quería saber, quería ver. La otra solo quería escapar.
Pero el susurro nunca lo dejaba en paz.
—Jaime…— El sonido era más fuerte, más insistente. Más... él.

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No pudo resistir más. Lentamente, se inclinó, su corazón golpeando fuerte contra su pecho, y asomó la cabeza por el borde de la cama. Lo que vio hizo que su respiración se detuviera.
Él. Su propio rostro. Pero no era él. No podía serlo. Aquellos ojos hundidos, la piel pálida y las manos crispadas de terror. Era como mirarse en un espejo deformado, una versión de sí mismo, delgada y agónica, con las uñas llenas de mugre y los labios resecos.
—No me dejes salir—, susurró aquella figura, con una voz quebrada que imitaba la suya.
Jaime retrocedió, tropezando con la pared. Su cuerpo temblaba, incapaz de comprender lo que acababa de ver. El otro él seguía ahí, bajo la cama, con los ojos suplicantes.

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—¡No me dejes salir!—, rogó, desesperado.
Jaime quiso gritar, pero su voz se atoró en la garganta. Los susurros continuaban, más fuertes ahora, casi como si vinieran desde dentro de su cabeza. Retrocedió un paso más, chocando contra la mesita de noche, tirando el vaso de agua al suelo. El sonido del cristal rompiéndose lo sacudió, pero no apartó la mirada del borde de la cama.
Un silencio sepulcral cayó sobre la habitación. Jaime sintió una mano invisible apretando su pecho, sofocándolo. La figura bajo la cama no hacía ningún movimiento, pero los susurros persistían, desgarrando el aire.
Y de repente, lo entendió. El que estaba bajo la cama no quería salir.

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El que estaba fuera, quería entrar.
Jaime se congeló. Los ojos del ser bajo la cama lo devoraron, suplicantes. A lo lejos, en algún rincón oscuro de su mente, el susurro cambió. Esta vez, era diferente. Era su voz.
—Déjame entrar, Jaime...