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Desde que tengo memoria, el orgullo ha sido mi compañera constante. Crecí en un pequeño pueblo donde los guerreros eran celebrados como héroes, y desde temprana edad, soñé con ser uno de ellos. Con la espada en la mano y el corazón lleno de determinación, me preparé para la gran competición del reino, un evento que prometía gloria eterna al vencedor.

El día de la competición llegó, y el ambiente estaba cargado de expectación. Guerreros de todas partes se habían reunido, cada uno con sus propios sueños y ambiciones. Sin embargo, yo era diferente; mi orgullo me empujaba a ganar no solo por mí, sino para demostrar que era el mejor. Mis ojos se posaron en el trofeo: una espada dorada que brillaba con la luz del sol, símbolo de la supremacía.

Mis primeras batallas fueron un espectáculo. Con cada victoria, mi confianza creció, y el aplauso del público alimentó mi vanidad. Sin embargo, a medida que avanzaba en la competición, comencé a notar algo inquietante. Mis oponentes, aquellos a quienes había subestimado, no eran solo rivales; eran guerreros con historias, luchas y sacrificios.

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Uno de ellos, un hombre mayor llamado Kael, se destacó. En la batalla, luchó con una gracia que desafiaba su edad. A pesar de su apariencia desgastada, sus movimientos eran precisos y llenos de propósito. Después de una feroz contienda, logré vencerlo, pero no sin dificultad. Cuando le extendí la mano en señal de respeto, vi la chispa de sabiduría en sus ojos.

“Tu orgullo es tu mayor enemigo”, me dijo con una voz profunda. “La verdadera fuerza no se encuentra en ganar, sino en conocer el valor de los demás”.

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No entendí sus palabras en ese momento. Continué luchando, avanzando hacia la final con la mente enfocada en el trofeo. Sin embargo, el día de la gran batalla llegó, y me encontré frente a frente con el campeón defensor, un guerrero temido y respetado en todo el reino.

La lucha fue brutal. Su técnica era impecable, y cada golpe que intercambiamos resonaba con la intensidad de nuestros deseos. A medida que avanzaba la contienda, la presión de mi orgullo comenzó a nublar mi juicio. Fallé en un movimiento crucial y, en un abrir y cerrar de ojos, caí al suelo, derrotado.

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El silencio llenó el aire mientras el campeón levantaba su espada en señal de victoria. Mi orgullo se desmoronó, y el trofeo que había anhelado se volvió un símbolo de mi fracaso. Salí de la arena con el corazón pesado, pero no solo por la derrota; era la primera vez que me sentía vulnerable.

Mientras caminaba por el camino hacia casa, recordé las palabras de Kael. La derrota había hecho que reflexionara sobre lo que significaba realmente ser un guerrero. No se trataba solo de ganar, sino de la conexión con los demás, de aprender de cada batalla y reconocer el valor de mis oponentes.

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Volví a encontrarme con Kael, que estaba esperando en el borde del pueblo. “¿Has aprendido algo?” preguntó, una sonrisa amable en su rostro.

“Sí”, respondí, sintiendo que el peso de mi orgullo comenzaba a aliviarse. “He aprendido que hay más fuerza en la humildad que en la arrogancia”.

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“Entonces, ya has ganado una batalla importante”, dijo. “Ser un verdadero guerrero significa ser fuerte, pero también significa ser sabio”.

En ese momento, comprendí que mi orgullo no tenía que ser un obstáculo, sino un impulso hacia el crecimiento personal. Agradecí a Kael por su sabiduría y decidí que, en lugar de enfocarme solo en la victoria, usaría mi experiencia para inspirar a otros. Regresé a la competición, no como un guerrero obsesionado con el trofeo, sino como alguien que deseaba aprender y crecer.

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Desde ese día, el orgullo se transformó en una fuerza motivadora. Ya no buscaba solo la gloria; ahora aspiraba a ser un guerrero honorable, un líder que pudiera guiar a otros en sus propias batallas. Mi viaje apenas comenzaba, y cada día era una nueva oportunidad para demostrar que el verdadero orgullo reside en la capacidad de aprender y crecer, incluso en la derrota.


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