Eran las tres de la madrugada cuando lo oyó de nuevo. Su nombre, apenas un murmullo entre el viento, se filtraba por las rendijas de la ventana cerrada.
—Clara...
Ella se giró en la cama, apretando las sábanas contra su cuerpo, como si el frío que recorría su piel viniera de su interior y no de la noche estancada afuera. Sabía lo que ocurriría. Lo había escuchado las últimas tres noches, siempre a la misma hora.
Primero, un roce suave, apenas un rasguño contra el cristal. Luego, el susurro. Al principio pensó que era el viento, una rama que golpeaba, algún animal nocturno en el jardín. Pero no. Había algo distinto en la forma en que la voz decía su nombre, algo que la hacía contener la respiración, obligándola a concentrarse en cada letra, cada sonido.
—Clara... abre.
Las palabras se enredaban en el viento, suplicantes, urgentes, apenas un eco entre los crujidos de la casa vieja. Y, aun así, era claro. Demasiado claro. Como si la voz no estuviera al otro lado de la ventana, sino en su propia mente, susurrándole directamente al oído.
Giró la cabeza hacia la ventana, observando las sombras que bailaban en la cortina. Fuera, la luna iluminaba débilmente el paisaje, pero todo estaba inmóvil. Como siempre, la ventana permanecía cerrada, las cortinas apenas moviéndose con la brisa nocturna. Clara se frotó las sienes, sintiendo el pulso golpear contra sus dedos.
“Solo el viento”, se dijo. “Solo el viento”.
Pero el viento no conocía su nombre.
La primera noche, lo había ignorado. La segunda, se levantó de la cama y se acercó a la ventana, pero no la abrió. El miedo era un peso tangible que le impedía mover las manos hacia el pestillo. Pero esta vez, algo había cambiado. Había algo en la repetición, en la insistencia de esa voz suave, que se había vuelto más familiar con cada noche. Y esa familiaridad despertaba una curiosidad incómoda en ella.
Sentada en la cama, los latidos de su corazón retumbaban en sus oídos, casi tapando el susurro.
—Clara... por favor.
La súplica. Nunca había dicho "por favor" antes. Sintió una punzada de compasión irracional, una conexión que no podía explicar. ¿Qué le haría abrir la ventana esta noche? No lo sabía, pero sus pies ya estaban deslizándose fuera de las sábanas, tocando el suelo frío.
Caminó hacia la ventana, cada paso más lento que el anterior, como si algo invisible la estuviera frenando. Los dedos de sus pies estaban helados. Las sombras en las paredes parecían alargarse y retorcerse a medida que avanzaba. Estiró la mano hacia el pestillo y, al tocarlo, el metal frío le envió un escalofrío por la columna. Dudó.
La voz volvió, más suave esta vez, casi tierna.
—Clara...
Con un temblor en las manos, giró el pestillo. La ventana se abrió con un suave crujido, como si la madera se resistiera, como si supiera lo que estaba a punto de dejar entrar. Un aire frío le golpeó la cara, levantando las hebras sueltas de su cabello.
Silencio.
El susurro se había detenido.
Clara se quedó inmóvil, esperando algo. Cualquier cosa. Pero el viento había cesado. No había ni un solo sonido, ni siquiera el susurro de las hojas fuera. La quietud era aplastante, sofocante. Era como si el mundo mismo hubiera retenido el aliento.
Dio un paso atrás, confundida, su respiración acelerada. Se inclinó hacia la ventana abierta, buscando en la oscuridad más allá. Nada. La noche permanecía inalterada, vacía, como siempre.
“¿Eso era todo?”, pensó. El alivio comenzó a asentarse en su pecho. Cerraría la ventana, volvería a la cama y mañana se reiría de sí misma por haber sido tan tonta. Por haber tenido miedo de un simple susurro.
Pero cuando alzó las manos para cerrar la ventana, lo sintió.
No había un sonido que lo anunciara, ni una sombra que lo precediera. Simplemente estaba ahí, en la habitación con ella.
Un cambio en el aire, como si el espacio a su alrededor se contrajera, se llenara de algo. Algo que no debía estar ahí.
No podía verlo, pero lo sentía. Lo sentía en cada poro de su piel, en el peso que se posaba sobre sus hombros y en la presión que le oprimía el pecho. Era una presencia invisible, pero palpable, que la rodeaba, que llenaba cada rincón de la habitación.
Y entonces lo oyó de nuevo. No un susurro esta vez. Un sonido suave, casi como un murmullo bajo, que comenzó a elevarse desde el suelo, como si la habitación misma empezara a respirar.
Los ojos de Clara se abrieron de par en par. Dio un paso atrás, pero sus pies se quedaron pegados al suelo, como si algo la retuviera. No podía moverse. Un frío antinatural envolvía su cuerpo, una helada que penetraba hasta sus huesos. La sensación de ser observada, de estar atrapada en la mirada de algo que no podía ver, crecía.
La voz volvió, pero ya no era suave ni familiar. Ahora era un eco hueco, oscuro, que resonaba en las paredes.
—Clara...
El sonido parecía venir desde todas partes y ninguna a la vez, reverberando en el aire, llenando el vacío que la rodeaba. El susurro, antes tan cercano y suplicante, ahora se había convertido en una orden fría e implacable.
—Clara... mía.
Los latidos de su corazón se volvieron frenéticos. Intentó gritar, pero no salió ningún sonido de su garganta. El aire a su alrededor parecía haberse vuelto sólido, sofocante, como si la estuviera aplastando.
De repente, las luces de la habitación parpadearon, y en la penumbra vio algo moverse. Una sombra, indefinida, que se desplazaba rápidamente por el borde de su visión. Pero cuando giró la cabeza, no había nada.
Su mente luchaba por procesar lo que estaba ocurriendo. Pero la presencia seguía ahí, apretando, observando, y entonces lo comprendió. No había salido de la noche. No había entrado por la ventana.
Siempre había estado aquí.