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El terreno estaba descuidado, cubierto por una maraña de hierbas secas que crujían bajo los pies de Daniel. A lo lejos, su casa se perfilaba como una sombra oscura contra el cielo del atardecer. Hacía semanas que había comenzado a explorar los rincones más olvidados de esa parcela, buscando algo, aunque no sabía exactamente qué. Y entonces lo vio: una losa de piedra medio oculta entre la maleza.
Se agachó, apartando las hojas con las manos, sintiendo cómo las espinas se le clavaban en los dedos. La losa tenía inscripciones, grabadas a mano, borrosas por el tiempo. Deslizó los dedos por las letras, pero no pudo descifrar nada. Tiró con fuerza y, con un crujido de tierra húmeda, la losa cedió. Lo que reveló debajo le hizo detenerse en seco.
Un pozo.
Era oscuro, más negro que la misma noche. Se inclinó, pero no pudo ver el fondo, solo el eco distante de su respiración regresando desde las profundidades. Un aire frío ascendió desde allí, rasgando su piel como si la sombra del pozo tuviera vida propia.
Un hormigueo incómodo recorrió su espalda. Pero la curiosidad superó al miedo.

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